De un tiempo a esta parte he comprendido que casi cualquiera es lo suficientemente capaz como para poder diseñar sin necesidad de recurrir a los servicios que una persona con los conocimientos específicos le puede ofrecer. Hoy en día, cualquiera con una copia de GIMP o Blender (por citar proyectos GNU) puede hacer sus pinitos y realizar ese diseño de tarjetas de visita que le han pedido o esa carátula para el Cd de la boda de su primo.
No es sinónimo de crisis ni mucho menos. Esta «globalización diseñadora» abre las puertas a gente que desconoce lo enriquecedor que puede ser para ellos el mundo del diseño y quizá hacerles replantearse lo que de verdad les gusta y, a mayor competencia, mejores resultados conseguidos. Sin embargo llega un momento en el que de verdad podemos discernir entre un diseñador «junior» y uno, digamos, profesional o que realmente cree en lo que hace y le divierte.
Yo no me considero profesional pero sí que creo y me divierto con lo que hago. Y es que para mi el salir a la calle implica un bombardeo masivo de nuevas ideas, inspiraciones y regalos para la vista. Casi cualquier cosa es susceptible de hacerme pensar si su diseño es el adecuado o por contra deberían encerrar a su realizador. Todo esto, claro, bajo mi humilde opinión. Cada vez que voy de compras, que me acerco al cine a ver una buena película; cada vez que paso por ese escaparate o centro mi mirada en esa caja de perfume…es una delicia para un diseñador. No hay momento de respiro y te sientes con las irremediables ganas de empezar a intentar mejorar esos fallos que has visto o incluso de hacer un cambio por completo. Es la idea de querer cambiar el mundo con la ayuda de tu lápiz y papel. Posiblemente el que haya hecho la carátula para la boda de su primo deje lo de cambiar el mundo para otro día.